O de como la ficción secuestró y asesinó a la realidad y todo quedó en video.
Hace poco conocí a alguien que afirmaba que todos los artistas son unos viciosos egocéntricos que no conocen el mundo, pero que gritan su verdad como si de veras lo supieran todo. Es justo. Es fácil para alguien creativo dejarse llevar por la fuerza de su propia creación y terminar por escribir más que nada sobre sí mismo cuando intentaba mostrarnos otra cosa.
Acto seguido, mi interlocutor procedió a decirme que él no vivía en el mentiroso mundo de los europeos pretenciosos que escriben libros, sino en el de las narconovelas, esas sí muy reales como la vida misma.
Oh no.
Nuestra relación con la ficción es complicada: por mucho que sepamos que lo que vemos es puro cuento, una parte de nosotros elije creer, y a menos que seas muy pero muy sabio o tengas mucho mundo, a la hora de la verdad, tantas de nuestras decisiones son guiadas por la imagen de las cosas que nos dejó la ficción. Y hay gente que vive en un mundo tan pequeño (o es tan egocéntrica) que vive y muere en la fantasía sin llegar a cruzarse nunca con la realidad. Pero pocos tienen ese lujo, y cuando la burbuja se revienta, los resultados pueden fácilmente convertirse en una tragedia… o una comedia.
El Buen Salvaje es una historia sobre gente con la percepción de la realidad completamente alterada que se escapa de su burbuja un día para agarrarse a trancazos con la realidad. Jesse y Maggie son una pareja de artistas estadounidenses que, en busca de inspiración, se van a un pueblo perdido en México llamado Las Cañadas. Una vez ahí, no tardan en caer presa de su propia idea sobre un país que no conocen más que a través de lo visto en medios gringos y de un sentimentalismo que mal cuadra con lo pragmático de sus anfitriones, hondamente aculturados en los retazos del American Way of Life que su posición periférica les permite y que los sangran de lo lindo mientras la parejita cree estar en una Arcadia salvaje e intocada por la codicia del hombre blanco.
Todo mundo está contento: uno de sus anfitriones les saca dinero a manos llenas y los gringos están encantados sintiéndose los protagonistas de su propia película romántica (con todo y fantasías eróticas incluidas)… hasta que aparecen los narcos. Lo que parecería el inicio de una pesadilla se convierte pronto en una hilarante muestra del poder de la ficción sobre el simple poder físico: tan hondo está Jesse en su fantasía que pronto arrastra a la organización criminal del pueblo a su agujero creativo aprovechándose de que esta gente dura pero sencilla ha crecido con una idea tan distorsionada e idealizada de los Estados Unidos y Hollywood como la que los gringos tienen de México. Ante la propuesta de ser estrellas de una película, cederán a los caprichos más absurdos de un hombre demasiado ebrio de tequila y de amor propio.
El guion tiene muy claro de lo que se está burlando y sin tomar una profundidad que no tiene ni quiere tener, sabe golpear tanto a la imagen televisiva de México como a la más sofisticada, que no por refinada resulta menos real: Mario Almada se pone al nivel de Juan Rulfo por cuanto ambos son instrumentos de engaño. Melitón, uno de los inescrupulosos anfitriones de la pareja, se roba las biografías de los personajes de Rulfo en Pedro Páramo y Diles que no me Maten para engañar a los gringos mientras que, más tarde, vemos que él ha crecido con las películas de pistoleros estilo Mario Almada como su ventana al mundo.
A fin de cuentas, los gringos no son los únicos que viven presas de su fantasía de México, con el agravante de que Melitón y los demás mexicanos viven ahí, lo que no les impide sacudirse la imagen de su propio país con que una dieta de ficciones estadounidenses los educó. El humor golpea en ambas direcciones sin nunca ponerse regañón ni purista, pero es constante la invitación a repensar nuestras creencias, tanto si creciste con pura telebasura, como si te crees culto o más cercano a la verdad por haber aprendido lo que crees saber en un libro y no en una pantalla.
Tenemos, pues, una narrativa que opera a varios niveles: la fantasía de los gringos; la fantasía de los nacionales y algunos espasmos de realidad que surgen aquí y allá. Es un gran acierto que los cambios de registro suelen verse acompañados también por un cambio en el tipo y la calidad de la grabación: los tramos de película que nos cuentan propiamente la historia de Jesse, Maggie, Melitón y compañía están grabados en excelente calidad y ayudados por una fotografía que recuerda por momentos a Wes Anderson, lo que realza el aire de artificialidad. Los pasajes en que la gente habla un poco en serio de sí misma y de su realidad están grabados en esa baja resolución granulosa que se ve en los documentales de Canal 22, breves atisbos de una realidad trágica que asoman antes de sumirnos de nuevo y de plano en plenos debrayes eróticos producto de mentes algo enajenadas, grabadas en una mezcla de buena calidad con descuidos más propios del cine independiente como las cámaras movedizas o la irrupción de sonidos ambientales producto de mala edición, fielmente reproducidos en este caso como recurso diegético.
La última sección de la película es un inmenso chiste en que se mezclan, si no todos, sí la mayoría de estos estilos para darnos una muestra de lo que puede producir el pensamiento Frankensteinico de estos alucines que juegan a ser artistas armados no con la verdad, sino con un montón de caricaturas mal asimiladas de la realidad, que no pudo penetrar en sus cabezas, literalmente, ni a balazos. Ese es el poder de la ficción: a veces puede cambiarlo todo con puras mentiras, mientras que en otras, crea imágenes tan fuertes, que ni el mundo golpeando con toda su fuerza puede desmentirlas.
Que importante es tocar pasto y salir un rato a que nos dé el sol un poquito.