Niños con armas. Paseando de la mano de Mamá por la Revolución Mexicana.
Una vez leí “El Diario del Chavo del Ocho”: una corrientada sentimentaloide en la que Chespirito quiso jugar a ponerse “serio” a través de una perspectiva infantil mal emulada y en la que le ganaba el deseo de ser dramático contra la naturalidad que debería transmitir el supuesto testimonio de un niño.
Para ser justo, muy poca gente recuerda realmente bien como era eso de ser un niño: nuestros recuerdos, dislocados por el tiempo y coloreados por la nostalgia o el rencor no reconstruyen realmente bien lo que sería la memoria de esa etapa y estoy seguro que, como a Chespirito, nos ganarían nuestras muy adultas ganas de ser tomados en serio y ser muy poetas y muy literatos y acabaríamos por colocar esa ambición por sobre la sinceridad de los recuerdos; Nellie Campobello, por otro lado, o lo recuerda muy bien o su talento literario le permite conservar la sencillez del recuerdo infantil a al vez que lo funde con una poética que derrite el corazoncito de melón recalentado bajo los calores de la Chihuahua revolucionaria.
Ahora bien, esto no sería una “Novela de la Revolución Mexicana” si no hubiera balazos, sombreros y muertos de a montón, que es lo que tiene la guerra, pero a diferencia de la vasta mayoría de los libros del género, lo cierto es que aquí no hay mayores pretensiones, o por lo menos no desluce la elegancia de la obra dándoles la primacía frente a la evocación infantil de la niña que nos guía a través de la muerte y la desolación con un candor que embelesa y nos recuerda que a esas máquinas de guerra que fueron el villismo y el carrancismo estaban hechas con la carne y la sensibilidad de una generación pérdida en los campos de batalla del vasto Norte, sembrado como quedó de los sepulcros de hombres y ensueños.
Nunca sabemos su nombre (aunque es más que obvio que se trata de la misma Campobello), pero por ella sabemos la vida y los milagros de los soldados y oficiales villistas que a través de sus ojos son devueltos a sus formas originarias de hombres y niños jugando a la guerra. Más que un libro de guerra, es de la vida cotidiana de una comunidad en que la guerra forma ya parte de la cotidianeidad y en donde ya se ha integrado la descarnada violencia con el plácido transcurrir del tiempo en la provincia mexicana, tiempo que ni la devastación ha podido realmente trastocar del todo. Los momentos y los lugares en que López Velarde ha dividido la vida de los mexicanos en La Suave Patria son los mismos de siempre, en la paz y en la guerra, es solo que ahora con algunos balazos y muertos de más como fondo, sólo algunos más; no olvidemos que la pistola, la venganza y la muerte eran ya bien conocidas aún en tiempos de paz.
La niña Nellie nos guía por este mundo como un niño lleva de la mano a un adulto al enseñarle las cosas que más quiere y muy quitada de la pena nos presenta a los oficiales de Villa, contándonos sus sangrientas aventuras y sus sangrientos fines con el desparpajo de quien describe lo que ve en la tele; son episodios de paso frente a la casa de Nellie que sale un día a la calle después de la balacera con la esperanza de que los carranclanes le hayan dejado un fusilado para ella solita frente a su casa.
Y es que las vidas mismas de estos personajes son las de niños revoloteando en donde no deberían jugar: el dulcero Babis que sueña con ser héroe y al que quemaron vivo en Jiménez; el guapo y elegante José Díaz, que a Nellie le gustaba para novio de su muñeca y que nomás no se le hizo el casorio porque los carrancistas lo dejaron tieso en un callejón sucio de orines y cenizas de muerto con todo y su cara bonita; el cruel Coronel Bufanda, que mató a 300 a granadazos antes que le sacaran el corazón por el bolsillo o Nacha Ceniceros, a la que fusilaron después de matar a su novio por accidente y sepan cuántos más.
Entre tanto niño suelto con pistola, sólo se vislumbra un adulto: la mamá de Nellie que para el caso es mamá de todos porque aparte de cuidar a sus hijos para que no se los fusilen, anda de aquí para allá curando heridos y llorándole a muertos que no son suyos nomás porque no se mueran tan solitos. Tal vez por estar siempre pegada a sus faldas es que a Nellie no la acaba nunca de agüitar este perro mundo: es la mujer-ángel de todos los muertos que llegan y se van de la ciudad. Es, junto con Pancho Villa, la única fuente de amor y sosiego en el desierto.
Porque si la Mamá de Nellie es la madre de todos, Villa es su mero padre: es por él que los jóvenes más bragados le sacan la lengua a la muerte; por esa fantasmal presencia, “Tata Pancho”, que algunos mueren felices, soñando en conocerlo y convencidos de que los cuida desde las montañas, siempre ubicuo, siempre fiel a los suyos. No en vano la Mamá de Nellie, pese a jamás hablar de política, le guarda una gran simpatía y antes de que lo mataran, tuvo a su propio Pancho Villa: un palomo agresivo y territorial al que un día le volaron la cabeza, quien sabe quien.
Historias de fusilados, novias, y soldados que pasan como estrellas fugaces en la noche de la guerra más cruenta que vio América.
Esta no es una novela de la Revolución, diría que son más bien cuentos de la Revolución, cuentos rápidos y narrados con una inocente maestría. Verdaderamente es una niña la que narra estos recuerdos, aunque sólo sea la niña interior, que Campobello aún tendría muy agitada: escribió el libro con apenas 18 años.
A diferencia de varias obras similares, esto es pura evocación: no hay reflexiones políticas torpemente insertadas en la prosa, ni siquiera mención de los acontecimientos políticos: las cosas pasan y ya, como pasa la vida de niños y adultos.
Si recordáramos cuanto tiempo hemos perdido.