




Reseña por Memo Fromow
El Desastre (1938)
José Vasconcelos
Ediciones Botas
Libro: Biografía
O Ulises Criollo 3: La Gira Mundial
La última vez que vimos a Vasconcelos fue al final de La Tormenta, de regreso en México después de un largo exilio en Estados Unidos como profesor ocasional y hombre de negocios de escaso éxito antes de repatriarse con la caída de Venustiano Carranza, a cuya agria denuncia están dedicadas no pocas páginas de La Tormenta.
Carranza está muerto y como bien sabemos, es a los carroñeros de su cadáver a los que les corresponde dividirse los expolios: Álvaro Obregón y sus amigos están ahora en el centro del mitote, listos para baile y cochino; México está en algo parecido a la paz y el estado está a punto de reiniciar su reconstrucción rodeado de escándalo y violencia: algunas cosas nunca cambian.
Es en este mundo despiadado, cuando José Vasconcelos comienza el estadio de su vida por el cual es más justamente recordado y celebrado (redoble de tambores): su paso por la novísima Secretaría de Educación Pública. El autor nos describe el largo vía crucis que fue colarse desde el difícil ambiente universitario en el cual ostentó algunos cargos antes de conseguir su designación al frente de la Secretaría que todos amamos por sus fantásticos libros de lecturas y memes de Paco el Chato. Pero antes, mucho antes, en el principio, estuvo Vasconcelos.
Gracias a su amistad con Obregón y Adolfo de la Huerta, Presidente y ministro de Hacienda a principios de los 20’s, Vasconcelos consiguió zafarse de la odiosa politiquería universitaria y convencer al manco de Celaya de aflojar unos millones para ese proyecto. No deja de ser raro que un hombre a quien se conoce por su cinismo, pragmatismo y caprichosa disposición política como fue Obregón, haya dedicado tiempo y dinero para una tarea que, aunque no creo que lo haya planeado, habría de ser de las más duraderas emanadas de la Revolución.
El mismo Vasconcelos oscila continuamente entre el elogio de Obregón como estadista y persona y su denuesto como político chicanero, cruel y maquiavélico hasta la sonorense médula: el hombre no negó siempre la gratitud a aquellos que lo protegieron, pero no se redujo al servilismo, aunque no puede dejar de notarse una cierta reticencia al ataque virulento que tan fácilmente suelta cuando trata con otros personajes del momento como el legendario Alberto J. Pani, Luis Cabrera o su archi-recontra vilipendiado Calles. Es bien sabido que Obregón fue siempre una figura impenetrable: una especie de actor profesional de quien no se podía saber cuando estaba actuando y cuando siendo serio al punto de que su personalidad y sus fines más allá del poder se perdieron en el gran juego de máscaras de su vida.
Bajo la sombra de este críptico arlequín comienza su trabajo Vasconcelos, nunca bien seguro si la cosa va en serio o si el Caudillo planea deshacerse de él a la siguiente vuelta de tuerca… así que tiene que apurarse.
Ahora bien, tal vez yo esté siendo la víctima de mi propia credulidad o de la mareante prolijidad del texto Vasconcelos, pero al menos en lo que se refiere a su labor por la educación de este país, estoy más inclinado a creerle que respecto a cualquier otro aspecto de su vida y época que nos ha narrado hasta ahora. Tal vez porque yo mismo soy hasta cierto punto un subproducto del sistema educativo (eso sí, remendado e irreconocible respecto a su original).
Al menos el primer tercio del libro es la minuciosa descripción en clave épica de la organización, logística y ejecución del plan educativo más grande que vio Latinoamérica en el siglo pasado: la gestión del presupuesto para la construcción de instalaciones, las innovaciones pedagógicas, la importación e incorporación de intelectuales como Gabriela Mistral a la SEP, las batallas por el presupuesto en el congreso frente a un ejército siempre ávido de más dinero, las peleas contra los caciques incrustados en las escuelas, y para que no sea tan aburrido, algún que otro desliz con una señorita acá y otra más acullá, pues no pocas mujeres cayeron rendidas ante el espíritu filosófico de Vasconcelos… o eso dice él.
A decir verdad, muchos de esos incidentes, lo reconoce también él mismo, fueron productos del bien conocido mal del amiguismo, al cual sucumbió el propio autor en varias ocasiones, aunque pase la mitad del libro deplorándolo, (eso sí, justificándolo cuando lo hace él) pero después de todo, nos da cuenta de que nuestros males no son nada nuevo, ni nada endémico de nuestro país, sólo que aquí tenemos la carne del chismecito para ver mejor cómo funcionaban entonces los mecanismos de clientelismo político.
Entre organización de orquestas y grupos de baile, aperturas de escuelas, impresión de libros, rechazo de “admiradoras”, incidentes internacionales y (léase en tono de niña fresa) es-cán-da-lo, a Vasconcelos lo sorprende la rebelión Delahuertista, conflicto resultado de un desaguisado entre Obregón y el De la Huerta. Vasconcelos se siente como hijo de padres divorciados: admira a Obregón y a De la Huerta, pero al final se queda con Obregón y su gobierno, del que empieza a sospechar más y más, asumiendo que antes temprano que tarde será despedido del mismo al ver que el militarismo sigue siendo la voz cantante: México nunca dejó de estar realmente en guerra, sólo empezó a gestionarla de un modo diferente, pero que seguía costando mucha sangre. El conflicto de Quetzalcóatl y Huichilobos (Huitzilopochtli para los cuates) del que tanto habla desde Ulises Criollo.
Y al frente de todos los villanos, está siempre el más terrible, el más sanguinario, el peor de todos: Plutarco Elías Calles. Casi no pasa página de este libro en que no estén las palabras Calles, callismo o callista(s) y aunque sé que el antiguo cantinero y profe rural de Agua Prieta no era ningún santo (más bien todo lo contrario) uno no puede sino sospechar cuando prácticamente todos los males del país le son achacados al Turco Calles del mismo modo que alguna vez el autor se los cargó a Carranza. Bueno, no solo a ellos: también a los protestantes y a los judíos, encarnados para él en Estados Unidos.
Y sin embargo, después de todo, Vasconcelos permanece del lado de Obregón, cuya debacle moral achaca, para variar, a Calles, quien corrompió (de nuevo, según él) tan completamente todo el gobierno que acabó contaminando al gran Caudillo que se había mostrado moderado hasta antes del advenimiento de Plutarco, de quien Vasconcelos nos dice, Obregón siempre despreció en lo íntimo y no planeaba usarlo como otra cosa que un peón en su planes. Así pues, el ambiente para Vasconcelos se vuelve irrespirable, rodeado ya de enemigos políticos y continuamente saboteado desde el gobierno.
Entonces abre una revista, La Antorcha, que progresa por un tiempo y contribuye a dar mayor fama internacional al antiguo secretario convertido en opositor, hasta que el sabotaje oficial y la pobreza cultural dan al traste con el proyecto. Sin ya ni siquiera su secretaría, tomada por sus antiguos subalternos devenidos traidores bajo el callismo, él rechaza una legación y se dedica a dar el Tour europeo mientras se sostiene con colaboraciones para diferentes periódicos como El Universal.
A estas alturas ya vamos a poco más de la mitad del libro, y la siguiente está dedicada a sus impresiones de viaje, que giran en torno a posturas morales ya bien y enfáticamente (¡muy enfáticamente!) expresadas en tomos anteriores: la superioridad intrínseca del catolicismo; la inferioridad de las “razas degenaradas” como los indígenas, los turcos, los griegos modernos, los musulmanes, etc. Es interesante ver el mundo a través de una perspectiva tan vitriólica y corroborar que algunas posturas que vemos en la llamada nueva derecha son en realidad tan viejas.
Fuera de la labor pública, durante la cual mostró una cierta necesidad de entender a México en sus propios términos al punto de hablar bien de los indígenas, de los zapatistas y hasta a beber el pulque que en el Ulises Criollo demonizaba como raíz de la degeneración nacional, insisto, una vez fuera de ahí, Vasconcelos vuelve a ser el mismo de todos los días: intolerante, antisemita, chauvinista y rabiosamente hispanista al punto que ni en los monumentos e inscripciones de Egipto deja de ver a España. Creo que recordaré siempre la estampa que nos deja de si mismo en Estambul, en la que se sueña a si mismo emperador de una Hispanoamérica unida cañoneando las costas de Levante para recuperar los Santos Lugares y poner la cruz sobre la (todavía) mezquita de Hagia Sophia. Un hombre puede soñar…
Para entonces, su trabajo en la Secretaría de Educación se había hecho internacionalmente famoso: su posición y su revista le habían permitido establecer contacto con muchísimos personajes de la época, por lo que durante su viaje en Europa se codeó con varias figuras de la intelectualidad europea y latinoamericana que antes conoció solo por correspondencia, aunque muchas de ellas sean hoy olvidados como José Coto, Gabriel Alomar Villalonga, Blanco Fombona, Eugenio d’Ors, etc. Si alguien los conocía, por favor escriba a Rehilete para reclamar su premio.
La última parte del libro da con él en Estados Unidos, invitado como profesor para dictar cursos una temporada en Chicago, otra en California, etc. En el ínter, la política de México ha seguido dando para la nota roja con el asesinato del diputado Field Jurado, el del general Gómez, el del general Francisco Serrano, el de Obregón, el de León Toral y sepan cuantos más; para más información consulte a Martin Luís Guzmán: no lo recomiendo solo yo, sino también Vasconcelos.
Ante el baño de sangre y la traición de los tratados de Bucareli en la que el gobierno mexicano declaró intocables las propiedades estadounidenses en México, Vasconcelos decide que algo tiene que cambiar, y llevado de una convicción casi mesiánica, cuya decepción lo llevará a convertirse en el amargado reaccionario que empezó a escribir estos libros en primer lugar, volverá una vez más a la arena política, desafiando a la pobreza, a la violencia institucionalizada, a la corrupción y a Calles.
Este es el preludio de uno de los grandes sucesos políticos de la historia de México, el surgimiento de un movimiento de bases producto casi exclusivamente del prestigio y la popularidad de un solo personaje; la campaña vasconcelista para la elección presidencial de 1929 sigue siendo una historia épica y trágica en toda la extensión de esas palabras y un momento brillante en la historia política de México antes de convertirse en un gris interregno de 70 años al que solo quizás el cardenismo haya sacado momentáneamente de la penumbra.
Pero esa, amiguitos, es una historia para otro momento y que veremos en su momento al reseñar el 4º tomo de esta historia: El Proconsulado.
No se la pierdan aquí, en Rehilete.


