




Reseña por Memo Fromow
El Gallo de Oro (1964)
Roberto Gavaldón
Clasa Films Mundiales
Película: Drama
Que suerte tienen los que no comen: López Tarso se juega las ilusiones del mundo a los gallos.
Pocos saben que en la elegante Francia, uno de los deportes más antiguos y prestigiosos sigue siendo, al menos en el Noreste, la pelea de gallos; Washington y sus cuates eran también, por lo que sabemos, ávidos espectadores de ver volar plumas y sangre; en el sureste de Asia fue por las fortunas que se ganaron y perdieron jugando a los gallos que se construyeron muchos de los templos que hoy abarrotan gringos y europeos quemados y rojos como camarones. En otro tiempo era diversión por igual de chicos y grandes, de caballeros y simplones: pocos sitios como los gallos donde la dama fortuna iguala a todos y un pescuezo de pollo puede hacer y deshacer fortunas. El eterno misterio de la suerte.
En éste Gran Mundo de la gallería fue a perderse un día un tal Dionisio Pinzón, que había de ser pariente del Macario de la película del mismo nombre, porque a ambos los interpreta el señorísimo Ignacio López Tarso y hasta los dirige el mismo director, Roberto Gavaldón.
Desde el punto de vista narrativo, el filme es inesperadamente simbólico, si bien no muy fino por cuestiones de tiempo; pero definitivamente se aparta de los argumentos simplones de tantas películas del Cine de Oro mexicano. Esta es una cosa rara: se trata de una adaptación hecha por Carlos Fuentes y García Márquez de un libro de Juan Rulfo y cosa aún más inusual, de un libro que Rulfo primero escribió en formato de guion para luego pasarlo a libro; solo para ser guion otra vez, pero de la mano de los ya citados Fuentes y Gabo. Que rollo, pero bien que lo vale.
Aunque hay diferencias entre la película y el original, la verdad es que son tales que fácilmente puedes vivir con ellas y si se pierden algunos detalles líricos aquí y allá, lo cierto es que para ser una adaptación de un libro siniestro, como son siempre los de Rulfo, a una película musical del cine de oro mexicano, no te esperas ese fondo macabro que permea detrás de todo el festival de imaginario nacionalista. Como me gustan, aquí el veneno viene mezclado con mi agua de jamaica.
En el apartado gráfico, la fotografía está a cargo de Gabriel Figueroa, ya veterano de Macario y que repite aquí lo que mejor sabe hacer: sacar tomas dignas de postal a la Peña de Bernal, Querétaro y pueblos de los alrededores, tan ilustrativos de lo que entonces la política cultural quería hacer pasar por México, y que a pesar de retratar lo mismo que Rulfo retrató con su propia obra fotográfica, resulta diametralmente distinto: con Figueroa las haciendas, los caminos y los pueblos son un reclamo estilo kermesse que recuerda un plato viejo de Coca Cola o a los calendarios de Jesús Helguera, no ya el campo devastado por la Cristiada que Rulfo sacó a la luz.
Yo no sé qué tienen las películas mexicanas de la época que a pesar de contar con grandes cantantes y actores, eso de la música nada más no acaba de cuadrar, entiendo que la calidad de audio con que fueron grabadas estaba muy limitada, pero tampoco parece manejar bien su timing y escenas muy dramáticas pasan en un silencio bastante desabrido. Quizás estoy ya muy mal acostumbrado por el cine comercial de los 90´s en adelante, pero el silencio, cuando no se usa bien, resulta tan bochornoso como un videoclip ultra popero de música adolescente.
La música mexicana daba para mucho más: Lucha Villa cumple como una cantante de su talla sabía hacerlo, pero el apartado musical, y el audio en general, quedan mucho a deber. Quiero creer que en cines, la experiencia fue mucho más inmersiva, pero en la tele o en internet, que es donde hoy se puede ver, desmerece bastante.
Dionisio Pinzón es uno de esos jóvenes-viejos a los que la dieta y el régimen del medio rural mexicano le ha ahorrado el paso intermedio de la infancia a la adultez y aunque joven, parece de 40 años, y no sólo porque lo interpreta López Tarso sino también en el libro se nos hace patente que es un tipo que ha pasado por más penurias que otra cosa. Vive con su madre agonizante de miseria y comen sopa de nopales casi todas las noches mientras él trabaja de pregonero del pueblo a falta de un trabajo mejor, ya que para acabarla de amolar, tiene “engarruñado” un brazo y no puede trabajar de otra cosa. Aunque tampoco es que hubiera hecho gran diferencia. Su trabajo de gritón lo lleva de vez en cuando a la gallera, donde anuncia los combates y sueña con comprarse un gallo algún día para jugarlo. Pero pedirle un deseo a un autor como Rulfo, en la pantalla o en el papel, es algo que acabas lamentando y de repente un gallo perdedor, herido y medio muerto, acaba en manos de Dionisio, que para eso sí le alcanza y empieza a cuidarlo con la esperanza de que ese sea el llamado de la suerte, su Gallo de Oro.
En el libro hay un sugestivo pasaje en el que da la impresión de que las fuerzas del destino y la suerte intercambiaron la vida de la mamá de Dioniso por la del gallo, y con ese intercambio inicia la fortuna de un hombre sencillo. Aquí, él solo llega un día a su casa y la señora ya se murió, tan tan. Es, me temo, uno de los varios detalles que se pierden en la película, pero creo que podemos vivir con eso: a menos que también te encanten los listados y disertaciones sobre las razas de gallos de México o pasajes sobre la vida de algunos personajes secundarios. Si te aguantas, te prometo que hay de donde agarrar en la hora y cacho que quedan de película.
Le basta a Dionisio probar algo de éxito con su gallo milagroso para atraerse una atención no deseada que viene con el dinero y la fortuna. Algo curioso es que en lo sucesivo el protagonismo pasa de Dionisio a Lorenzo Benavidez, un vivales y empresario de gallos que se aprovecha de la sencillez del acomplejado Dionisio para poner la suerte de Pinzón a su propio servicio. Que sí, que la suerte puede darnos el mundo, pero no es con la suerte que lo conservamos, porque nunca se queda a nuestro lado por demasiado tiempo y por cada afortunado hay un Lorenzo Benavidez frotándose las manos.
Tanto es así, que a partir de cierto punto, la película parece casi olvidarse de Dionisio y de pronto ya estamos viendo más de la vida y amores de Benavidez que otra cosa. Sólo al mero final parece que el filme se acuerda que tiene que darle un cierre a su primer personaje y algo se las arregla para dárselo.
Sí, de pronto se cruzan números musicales que no tienen más propósito que darle a Lucha Villa oportunidad de lucirse, pero lo cierto es que, además de que las canciones valen la pena, su personaje, Bernarda Cutiño, también tiene el peso de ser una bien lograda (aunque no muy discreta) encarnación de la dama fortuna en traje de ranchera a la que nada importan el éxito ni los dineros de sus preferidos; sólo el capricho, que la lleva a dar sus favores un día a Dionisio, el otro a Benavidez y después al que se deje.
¿Qué tiene la vida que cada que salimos a buscar, como Dionisio, las ilusiones del mundo, acabamos trabajando para quién no nos imaginábamos? Si bien nos va, ahí queda la cosa: perdimos el mundo, pero al menos nos dejó suficiente para enterrar a mamá, comprarnos traje y burro nuevos y di que te fue bien, pero para otros, no hay nada peor que haberlo tenido todo entre las manos y haber dejado que se escurriera entre los dedos.
Para Dionisio el mundo volvió a su estado normal; Benavidez va a rumiar su fracaso el resto de su vida y en cuanto a Bernarda, ella, como la suerte, es libre y caprichosa.
Cosa de perspectiva, supongo.