




Reseña por Augusto Montero
La Liga de las Muchachas (1950)
Fernando Cortés
Ultramar Films
Película: Comedia
Un intento de burla al ideal de Lisístrata.
Parecería raro escuchar hoy día algo así: “Respuesta cinematográfica al movimiento feminista”; y con respuesta me refiero a desprestigiarlo mediante la burla. Es bien sabido por todos que México sufre de una cultura machista y entre más nos regresemos al pasado más muestras de dicho defecto hallaremos. Tampoco debería ser sorpresa para nadie el hecho de que si vives bajo una estructura patriarcal, es muy probable encontrarla impregnada en las diferentes manifestaciones artísticas de la nación. Literatura, teatro, televisión y por supuesto, el cine. Entonces, cuando hay un movimiento que va en contra de los principios que rigen tu idiosincrasia, lógicamente va a haber una respuesta a éste; no desde ilegalizarlo o reprimirlo, necesariamente, sino mostrarlo como algo ridículo.
La liga de las muchachas (1950), dirigida por Fernando Cortés, es una comedia mexicana que captura un momento de transición social al articular, bajo un tono ligero, tensiones de género y aspiraciones juveniles en la posguerra latinoamericana. Aunque a primera vista brilla por su atractivo reparto femenino, el filme funciona también como un espejo suavemente crítico hacia los valores del movimiento feminista al hiperbolizarlo para que rayen en el hembrismo (desprecio a los hombres) y de la naciente modernidad urbana. Es menester mencionar que la película es una parodia (mal interpretada) a la inmortal obra cómica Lisístrata del dramaturgo Aristófanes.
La premisa gira en torno a un grupo de jóvenes que decide integrarse a una organización femenina recién creada cuyo objetivo declarado es librarse de la dependencia afectiva y social respecto de los hombres, estableciendo reglas internas y un criterio selectivo para admitir nuevas integrantes. La llamada Liga se presenta como un club estructurado: una presidenta que supervisa la elección “cuidadosa” de las muchachas y un proceso de invitación a un club privado y a puertas cerradas para hacerle frente al mundo exterior masculino.
El motor dramático gira en torno a la tensión entre lo antiromántico del grupo (la intención de “librarse de los hombres y todos los problemas” que traen) y las inevitables situaciones en que el interés afectivo, la curiosidad o el entorno social empiezan a poner a prueba la coherencia de ese ideal colectivo. A medida que avanza la trama, las protagonistas enfrentan episodios donde sus votos o reglas internas se ven comprometidos por la aparición de pretendientes o circunstancias familiares y sociales, lo cual deriva en situaciones cómicas y pone en cuestión la viabilidad absoluta de su pacto, cambiando de algún modo el final original de la obra de teatro griega.
Ahora bien ¿Por qué ver una obra de hace 75 años que claramente ataca al movimiento feminista? ¿Por qué es recomendada cuando puede ofender directamente las creencias de muchísimas personas’ Por dos sencillos motivos. El primero, porque la comedia sirve, principalmente, para hacernos reír, si lo consigue ha cumplido su cometido. El segundo porque no deja de ser una película con su respectivo valor artístico; pues el filme no pretende una subversión profunda, pero sí insinúa –bajo el ropaje del entretenimiento– una curiosidad por la reorganización de roles en un México modernizante. Su encanto reside en el balance entre glamour, picardía contenida y una proto–solidaridad femenina que si bien no se logra, porque debe vencer el patriarcado como mensaje final, sí invita a la reflexión en cuanto a la organización civil (o femenina) para lograr fin.
Vista hoy, funciona tanto como pieza de época como antecedente modesto de narrativas posteriores sobre colectividad femenina… claro supervisada por un hombre.


