




Reseña por Memo Fromow
Madre Santa (1987)
Eric Proaño y Ricardo Peláez
Fondo de Cultura Económica
Libro: Novela Gráfica
Enseñando a los machos cómo es que se vive de pie.
No me gustan los lugares comunes, particularmente cuando toman formas tan poco refinadas, pero tengo que admitir que las madres y abuelas mexicanas, en efecto, se parten la madre por sus hijos, nietos y otra fauna del estilo. No sé cómo sean las de otros lados, pero por ellas, puedo meter las manos al fuego. Sin embargo, como son las cosas que cuando hay hambre, el más puro amor se torna feroz e iracundo, de ese que no se agradece y distancia a las personas en el peor de los casos. Y que en los mejores casos se entiende, pero no se extraña.
Ricardo Peláez, ilustrador legendario de la generación de finales del siglo pasado, enfrenta en toda su crudeza ese amor materno que corta, mata, golpea y se retuerce para hacer vivir a sus crías. Tanto así, que a veces el instinto de pelea se come al amor y se pelea por necesidad, por honor; poco importa si su recuerdo queda manchado por la crueldad si con ello puede hacer que los suyos salgan del hoyo y no miren atrás, ni siquiera para mirar el agujero en que ella se hundió por ellos: el amor perfecto es aquel al que no le importa recibir nada a cambio, que se comió a sí mismo en el camino para darse energías con que luchar.
Nunca conocemos su nombre, ni el de nuestra narradora: en cambio, tenemos algo mejor, las vemos vivir, pelear y, sobre todo, sufrir, sufrir muchísimo; no en vano es una Santa Madre. Esta es una mujer de la que no conocemos ni sus más elementales datos, como tantas otras, se ha desvanecido en favor de sus hijos: poco importa quién es o quién fue, lo que importa es lo que ellos puedan ser en virtud de su sacrificio… y más les vale ser algo bueno. Nuestra heroína se enfrenta a todo cuanto una mujer puede confrontar: la infidelidad, la vejez, la pobreza, la ingratitud, y encima, del modo cruento y visceral que desconocemos los hombres.
Si dentro de casa es una guerra, afuera hay otras cien que luchar: el prejuicio por ser pobre; el chisme, malo para comprender pero tan rápido para criticar; el dinero siempre insuficiente; el trabajo peligroso que se come a las personas en un país dominado por los de siempre y hasta el mismísimo demonio será un rival, sólo que aquí ese diablo no tiene un gramo de gracias, sólo es pura maldad. La maternidad, como sufrimiento y lucha, se ejerce en todos los órdenes de la vida.
Si, como yo, conoces a Ricardo Peláez por su trabajo como caricaturista político en publicaciones tales como El Chamuco y los Hijos del Averno, te darás una idea de su abolengo en el mundo ilustrado mexicano. Gran dibujante, pero mejor iluminador, presenta este cómic con toda la visceralidad de la que un lápiz y un tintero de consumado talento pueden hacerlo. Peláez conoce perfectamente su oficio, el dibujo es limpio, conoce la forma de todo lo que dibuja. Pero, lejos de las perfectas anatomías que seguramente fueron su escuela, él nos entrega las siluetas rechonchas, las curvas ya no sensuales de las mujeres y los hombres que envejecen prematuramente en los barrios bajos; las juventudes marcadas desde muy temprano por los signos de la vejez. Para acentuar estos rasgos crueles, su estilo recargado de líneas no admite réplica: líneas de tinta y líneas de edad son una misma cosa.
Y sin embargo, lo ya dicho: si su dibujo es magistral, su talento como iluminador lo sobrepasa. El blanco y negro, que para otros es una limitación, él lo aprovecha para crear atmósferas lúgubres al estilo de Gustave Dore como si fuera sencillo. A veces se vale del cross hatching, digna herramienta de un maestro de las líneas como él y a veces (las mejores, en mi opinión) del esfumino que crea dramáticas gradaciones lumínicas. Ay güey.
Por otro lado, tenemos a Erick Proaño, alias Frik, el guionista. La historia está narrada en tercera persona, desde la perspectiva de una de las hijas de la madre, recurso óptimamente empleado para abarcar varios aspectos de la experiencia vital, pero adecuado por cuanto, a fin de cuentas, esto no podía ser una autobiografía directa (aunque sospecho que muchas vivencias están resumidas aquí). Gran conocedor del caló y sin miedo a usar la grafía genuina de tantas y tantas expresiones populares, tal y como seguramente aparecen en las mentes de muchos de sus usuarios habituales. Punto para Gryffindor, por saber profundizar una capa más dentro de la realidad.
No estoy seguro si la historia es obra exclusivamente de Frik o de Peláez, pero considero correcto elogiar aquí, en el apartado guionístico, la durísima sinceridad de esta novela. Fuera miedo y fuera eso de romantizar la pobreza: los autores la describen como lo que es, una cosa que golpea y humilla sin rara vez ofrecer más que dolor; así queda claro que es un problema por resolver y no una mera imagen folclórico-moralista. Lo que una vez logró Los Olvidados, de Buñuel, lo logran otra vez nuestros autores.
En el legendario libro Los Hijos de Sánchez, de Oscar Lewis (Oscar Lefkowitz, para los cuates) se nos narra la muerte de la tía Guadalupe, para efectos prácticos, la madre de los Sánchez después de la muerte de su madre biológica:
“Ahora mi viejita, mi ancianita, está muerta. Vivió en este humilde nidito lleno de piojos y ratas, de porquería y basura, escondido en los pliegues del vestido de esa dama elegante que se llama Ciudad de México. En esa “base sólida” mi tía comió, durmió, amó y sufrió. Por un pesos o dos le dio albergue a cualquier hermano de miserias, para poder pagar su renta extravagante de 30 pesos. Barría el patio diario a las seis de la mañana por quince pesos al mes. Destapaba los caños de la vecindad por dos pesos más. Y lavaba docenas de piezas de ropa por otros tres. Por tres veces 8 centavos dólar, se hincaba frente a la tinaja a lavar de las siete de la mañana a las seis de la tarde. Sería absurdo llamarla una santa, pero es lo que fue.”
Para los santos de las leyendas, la gloria está en el martirio que enseña a bien morir.
Quizás lo único que falta a la Madre titular (y a tantas otras) del libro de Peláez es ese tránsito final a la muerte, pasaje a la bienaventuranza. La maternidad, sin embargo, no otorga ese privilegio: la madre debe seguir viviendo después de la apoteosis que marca el final glorioso del santo y del profeta. La tía Guadalupe no tenía, a fin de cuentas, hijos propios, fue una santa. Los santos ascendieron al cielo y nos dejaron aquí abajo, a seguir peleando con todo y contra todos, las madres, no: ellas siguen aquí, enseñando a los machos como es que se vive de pie.