




Reseña por Memo Fromow
Mapas Inútiles (2025)
Carlos Ferráez
Almadía
Libro: Novela
Todos creen que saben lo que buscan.
Me parece que fue Alexander von Humboldt el que dijo eso de que los viajes ilustran. La verdad es que es algo tan sabido que bien podría haberlo dicho cualquier perico de los palotes, y seguiría siendo la puritita verdad sin refinar. Aun cuando sean viajes al pueblo bicicletero de al lado, lo más probable es que, además de algunos paisajes que seguramente no habías visto antes de ese momento, al ponerte fuera del área de confort, tu mente ya habrá tenido que desenvainar algunos recursos mentales que quizás no sabías que tenías. Sean estrategias mentales contra el tedio de un viaje largo en autobús, o desatarte las manos tu solo y escapar de una cajuela donde casi logran secuestrarte, el salir de casa es un gran estímulo para ese sangrón y maravilloso montón de carne que tenemos en la cabeza y del que en las vacas salen tacos tan sabrosos.
Y no solamente son estímulos para agudizar la mente, sino para entender mejor los sentimientos.
Mapas Inútiles es una clásica historia on the road, sobre gente que un día, quizás con los propósitos más ridículos, salió de su casa y se fue a buscar el mundo esperando encontrarse a sí mismos; o por lo menos una pieza de ese rompecabezas que es cada persona.
José Ángel es un intelectualoide malhumorado y marcado por una infancia con un par de catástrofes familiares que quizás la vida cómoda y una familia poco convencional (pero más que funcional) lograron atenuar. Sí, su papá no es su papá, ni su hermana es realmente su hermana, pero él se las arregla. Sin embargo, ya desde las primeras páginas se nota que anda como león enjaulado, ardiendo de resentimiento contra no sé quién y sin saber lo que quiere, como tantos de nosotros.
Itzel es una estudiante de astronomía con extraños pasatiempos y el agobio constante de una familia rota desde hace muchos años y cuyos pedazos se pudren en el silencio de un padre que entregó su alma a la televisión para no sentir nada más. Su hermano es el único amigo que parece quedarle en medio de este naufragio emocional. Hace muchos años leyó un libro malón del que hizo un grupo de fans con 6 miembros y cuyo autor, resulta, es el papá de José Ángel (el que se fue por cigarros), quien curiosamente acaba de dar con una copia en físico del mismo hace poco y se ha puesto a jugar al detective pensando que al encontrar a su padre podrá encontrar quizás otra cosa. En lugar de eso, da con Itzel, que también anda en busca de algo y deciden empezar a buscar juntos.
El tropo del road trip y del personaje que se encuentra a sí mismo en los caminos es tan viejo como la narrativa: lo sabroso viene del viaje. Si los beatniks lo hicieron, ¿por qué la nueva generación de la periferia global no podría seguir haciéndolo, armada con la nueva sensibilidad que el fin de la Guerra Fría y 35 años de desencanto consumista han agregado a la ya tambaleante fé en el progreso de sus predecesores?
El viaje de Itzel y José Ángel es el de dos millenials rebuscando en las ruinas del optimismo del siglo pasado: si naciste entre los noventa y los principios de los dos mil no te costará reconocerte en ellos, en sus lugares comunes, en sus referentes culturales: este par nació cuando el animé comenzaba a hacerse mainstream y el canal 5 formaba las expectativas vitales de millones de niños alrededor del país.
Sin embargo, algo más que ruinas hay en este cementerio de la modernidad que es el México de la guerra contra el narco y que conforma el escenario de la novela. Más allá de las notas rojas el norte mexicano, donde aguarda el destino de los protagonistas, se nos revela como un lugar donde la gente vive y hace sus vidas como las hacemos todos, cuando los balazos dan tiempo para ello: gente sencilla que vive más o menos con los mismos dilemas y a quienes los años también han dado sabiduría.
No hay viaje sin tropiezos: aunque nuestros chicos no están buscando nada especialmente difícil de encontrar (un escritor fracasado y borrachín con hijos sueltos y dirección conocida), son sus mismas turbulencias emocionales las que los alejan de su meta original y los tiene dando reveladores tumbos en Tampico y sus alrededores.
Ya lo dije arriba, lo importante es el viaje y no el destino. Este par de ¿adultos? confundidos en medio de una ciudad extraña aprenden más sobre sí mismos revoloteando en hoteluchos de mala muerte y figones aburridos que lo que una vida de consumo cultural pretencioso ha podido.
Desde hace mucho y no sin razón, la literatura mexicana ha identificado al académico o artista demasiado sumido en su papel como una especie de merolico muy culto, pero de poca sustancia.
Al principio José Ángel anda en compañía casi exclusiva de artistas y gente alternativa (empezando por sus padres ex-escritores), pero la atmósfera tan puramente intelectual resulta asfixiante. Según progresa la narración, el encuentro con Itzel (mucho menos pretenciosa y más aterrizada) y el viaje a una ciudad más culturalmente periférica contribuyen a desenviciar la atmósfera y aminorar el ruido mental, tan estorboso para empezar el necesario examen de conciencia que solo viene con el silencio… y a veces con un buen amigo al lado.
No puedo evitar ver aquí mucho de la literatura de la onda.
La atmósfera de hastío mental, acentuada por la ausencia de toda pretensión politizante o trascendental que era el consuelo de los personajes en los libros de Parménides o José Agustín (aunque fuera pura pose), está tan bien lograda como en estos autores, agravada incluso en este libro por la despolitización resultado del fin de la Guerra Fría y la entronización de la sociedad del espectáculo. Luego tenemos el estilo tan rápido de narrar, desdeñoso de la puntuación y otras convenciones gramaticales en aras de la agilidad y que fue un recurso tan característico de la Onda.
Pero a diferencia de los ondinos, Ferráez no se queda en eso, ni para perderse en espejismos esnobistas ni para hacer la crítica de su ambiente en decadencia. José Ángel e Itzel son ya no tanto personajes, sino casi personas que no temen (tanto) exteriorizar sus debilidades el uno con el otro; están bien conscientes de su debilidad emocional y se tienen la confianza para abrirse al respecto, sabiéndose en compañía de alguien querido, ya sin la hipocresía emocional tan tradicional del viejo México.
Nada más lejos del velado machismo y todolopuedo del prototipo del intelectual que vemos tan seguido en los libros de la Onda.
Muchas cosas se han derrumbado de las ambiciones de la contracultura sesentera y setentera, pero al menos de entre tantas ruinas puede rescatarse la nueva sinceridad ausente en la literatura anterior.
No sé si Carlos Ferráez se considere como heredero de los autores de la Onda, pero gracias a este libro siento como si después de todos estos años puedo reconciliarme con todos ellos, que hasta hacía tan poco, me eran aún tan antipáticos. Ahora entiendo mejor qué buscaban y qué los impulsaba, aunque rara vez hayan podido encontrarlo.
Dicen que el rito del rosario es una forma de meditación: entre tantas repeticiones de una misma oración, la mente empieza a divagar y a pensar en cosas en las que el ruido de fondo de la vida por lo general no nos permite. Es un poco la lógica de la respiración en la meditación budista.
Yo diría que cualquier escenario que implique permanecer un largo tiempo (de preferencia ininterrumpido) sin hacer ni pensar en nada en concreto puede dar los mismos resultados. Como dije al principio, un laaaaaaaargo viaje en carretera puede proporcionarnos justo ese tipo de atmósfera donde nos hallamos solos con nosotros en el silencio de los caminos o de los distractores de la vida diaria.
Tira el mapa y disfruta el camino, a ver a dónde lleva.