




Reseña por Memo Fromow
Tres Cuentos (1964)
Agustín Yáñez
Joaquín Mortiz
Libro: Cuento
Había una vez tres cuentos...
Ese Agustín Yáñez, como es de campechano que, palabra, si no fuera el mero mole de la mexicanería, lo pongo a parir chayotes el muy descarado. Figúrate que ponerme a mí a leer de ranchos y santos en tiempo de inteligencias artificiales y compus cuánticas. Lo que es no tener vergüenza, compadres. Pero de mí se va a acordar con este cable que le voy a meter, cargue el diablo conmigo si no, cabalito compañeros.
Ahora, después de esa lamentable charada que haría sonrojar al Piporro, podemos entrar en materia. Me pasé mis años de juventud preguntándome qué clase de criatura era Yáñez, sin animarme nunca a leer el viejo ejemplar de Al Filo del Agua que malvivió en mi librero desde que yo era niño. Sé que más pronto que tarde tendré que medir mis habilidades como lector contra ese tomo de costumbrismo adaptado al siglo XX que he escuchado que es, pero por lo pronto, esta reseña tendrá que bastar.
Antes de comenzar, me gustaría aclarar una circunstancia muy particular: a diferencia de la mayoría de los autores sobre los que escribo, estoy reseñando esto prácticamente a ciegas y estos cuentos son un cerillo en la oscuridad que es para mí el resto de la vida y la obra de Agustín Yánez. Más allá de un simpático texto llamado “El Señor de los Refranes”, que estaba en el libro de texto gratuito de la SEP de hace 25 años, no le había leído nada más. Este desconocimiento, cosa quizás un poquillo inadecuada, me parece, sin embargo, un buen experimento: voy a intentar hacer asunciones sobre la personalidad literaria del autor basado en muy poca (pero reveladora) información como es un texto literario; un tiro en la oscuridad. Si ustedes saben más de Yañez, me dirán qué tan cerca quedé de mi blanco.
Esta edición de Joaquín Mortiz no nos miente ni nos promete más de lo que nos dice la portada, tres cuentos le vale, tres cuentos le cuesta y tres cuentos tendrá: La Niña Esperanza o el Monumento Derrumbado, Las Avispas o la Mañana de Ceniza y Gota Serena o las Glorias del Campo.
La temática, los tópicos y el desarrollo de cada cuento son bien distintos uno del otro, diríase que lo único que tienen en común es la atmósfera de la temprana modernización de un México que tiene poco tiempo de haberse acostumbrado a la paz y al que todavía se le siente andar un poco a tientas en esto de la modernidad a medios chiles que es el siglo XX en nuestro país.
Los personajes son citadinos recientes que aún se mueven con cierta torpeza pueblerina propia de los recién llegados a la ciudad desde el campo, más lejano a la ciudad en tiempo que en distancia. Las personas en estos cuentos todavía se están habituando a las nuevas instituciones y circunstancias impuestas por la urbanización y la transformación posrevolucionaria. A pesar de estar sujetos a las dinámicas de la vida moderna, conservan las actitudes que distinguen y rigen el ceremonioso ritual que hacen de los pueblos de México ese célebre infierno grande del refrán (no en vano Yáñez es, verdaderamente, el original Señor de los Refranes).
En La Niña Esperanza conocemos apenas de oídas a una Santa de barrio fino, una chica de sociedad a la que la mitad de los vecinos de la colonia vecina más pobre venera mientras que la otra mitad la tiene por mala mujer y casi bruja. Si no fuera porque se nos aclara desde muy pronto que nuestro narrador es un niño, difícilmente podríamos distinguirlo de un adulto; la sencillez infantil de las envidias y amores alrededor de la Niña son por igual cosa de niños y de los niños crecidos que son los adultos de esta historia.
Aquí no hay medias tintas, aquí la vida es un desencantado cuento en el que si bien se vive en una barriada sin mayor chiste, la credulidad sin medias tintas del hombre de fe y la envidia reconcentrada de vieja chancluda siguen siendo las claves de la vida de estos vecinos. Así como el candor del niño narrador va desvaneciéndose conforme lo atenazan las realidades de la vida y la muerte en las nuevas ciudades, así siente uno que se ha perdido el candor de un pueblo, pero no su rencor ácido ni su capacidad para el odio.
Las Avispas, el más corto y acelerado de los relatos, nos cuenta de un hombre mala leche: un pequeño sádico encarnado en la figura de director de escuela que se precia de cuánto desprecia la vida y al que la vida se encarga de darle una lección en época de carnaval.
El relato es atropellado, emulando el ritmo de la borrachera a la que un par de colegas rencorosos lo incitan con engaños y cuyas consecuencias nos recuerdan que ni aún en el México de antes es buena idea ir a trabajar crudo. Quizás demasiado revelador es el subtítulo “una mañana de cenizas”.
Gota Serena es la ceguera que le cae a los mirones que ven por demasiado tiempo la luna. Bellísima metáfora de los peligros que se esconden detrás de nuestras ilusiones y nuestra imagen de lo que creemos desear. Hay dos desgracias en la vida: no tener lo que quieres, y obtenerlo. Cuando al chiquillo del cuento se le hace el sueño de ir a conocer el rancho donde creció su mamá y que imaginaba como un edén sin escuela, después de una travesía por un paisaje que parece de ensueño, se entera que el chicharrón no es tan sabroso cuando aprendes como se hace, que los primos son unos maloras abusivos que te miran feo por ir a la escuela en la ciudad y que además de la Gota Serena y las mil plantas venenosas, un loquito agresivo ronda el campo metiéndose con el que se deja.
Verdaderamente detrás de cada sueño habita una pesadilla en potencia que nos hace pensar ¿cómo diablos fue que no nos extinguimos hace milenios? Tal vez la ciudad con su aburrida escuela pública no es tan mala, o tal vez ya nos acostumbramos a esa aséptica pero desabrida soledad en las ciudades donde al menos los loquitos nada más están en el centro.
La contraportada de esta modesta edición dice de Yáñez que estuvo en el magisterio y que algo se dedicó a la política de su tiempo, entre los años 20’s y 40’s. Si algo creo ubicar del perfil de los nuevos políticos e intelectuales de la época es su apego al proyecto del viejo PRI que, con todo y sus modos de caporal, seguía siendo mejor que la guerra recién terminada. Yáñez me suena a que dio la bienvenida al nuevo régimen con el optimismo de quien espera ver aún las grandes transformaciones del Desarrollo Estabilizador, pero que no deja de añorar el mundo que se perdió: ese inmenso ranchote llamado México, lleno de Santos, fantasmas y chismosos a los que aplastó el industrialismo para imponer su propio santoral y sus propios espectros.
Sólo el chismecito, como la Patria de López Velarde, sigue igual, siempre igual.